El 2 de octubre lo llevamos a su
nueva casa. Deberíamos alegrarnos. Es
un paso que asegura su futuro. Sin embargo, el día que su madre y yo tuvimos la
reunión en la que nos explicaron todo y nos mostraron el centro, ella no pudo
evitar las lágrimas. Unas lágrimas silenciosas que brotaban de debajo de las
gafas de sol. Yo estuve a punto, pero me levanté de la silla y me marché unos
minutos de la sala. Es que hay casos de personas con discapacidad que necesitan
mucho apoyo. Y verlo te emociona, te revuelve por dentro. Manu necesita apoyo,
pero viene de un piso tutelado y de un centro ocupacional, y se desenvuelve
bastante bien, aun cuando su movilidad ha empeorado en los últimos dos años. Y
esa es la razón del traslado. Bajar y subir aquella cuesta, en Arganda, lo
cansaba en exceso.
Todo ha ido bien hasta ahora.
Solo ha dormido en la residencia una noche, y ya nos cuenta cosas y se va
adaptando. «Me estaba duchando y se ha inundado el baño, anoche fui a cenar con
unos compañeros a un chino».
El 3 de octubre lo recogimos para
irnos de fin de semana al pueblo. Ese mismo día, antes de salir, me pasé por el
banco, donde había solicitado un seguro de decesos (lo llaman con ese
eufemismo, no nos gusta nombrar a la muerte). La empleada me había llamado para
decirme que ya tenía la propuesta, así que fui a firmarla y me dijo que ella
podía enviarla a la residencia por correo electrónico.
Con ello terminé de entregar
todos los papeles que me habían demandado.
Íbamos en el coche y le dije a mi esposa:
—¿Por qué pedirán un seguro de
fallecimiento?
—No lo sé —dijo ella.
—Supongo que lo necesitarán por
si los familiares no quieren hacerse cargo de los gastos llegado el caso.
—No creo que sea por eso. Quizás
por si no tienen dinero.
©Manuel Navarro Seva
Madrid, 7 de octubre del 2014
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